sábado, 19 de febrero de 2011

Viajero del Letargo

El sol se oculta, inmediato, detrás de una pared. Hace rato que el frío acaricia mortalmente su piel, y la súbita oscuridad en la que se ve rodeada no le afecta en lo más mínimo. Sus carnes perdieron sensibilidad, sus ojos, la capacidad de vida, y se encuentra sumido en un lugar lejano, monstruoso y lejano, hecho de jirones de recuerdos, de sombras, de gritos, de llanto y muerte, nadando todo en la inmaterialidad del thinner entrando a su cerebro.
Los pies calzan unas botas, que más que esto, parecen suelas atadas por trozos de piel sintética. Son morenos, pálidos, que logran esta increíble contradicción por su origen racial y su estrato social. Pertenece a los marginados, y su voz será siempre la del eterno pecado de las sociedades humanas.
Como habría de imaginarse, también sus pantalones están raídos, cortos y espantosamente hediondos. Huelen a todo fluido humano, incluída la sangre, a grasa de autos, a basura, a podredumbre. Están tiesos, y sobre ellos pesa el crimen maldito que los tiñe de marrón en muy discretas manchas. Nuestro viajero del letargo es ya, indudablemente, un asesino.
Luce una playera sin mangas, sucia, que solía ser blanca, y como lienzo, ha logrado la compleja trama de la miseria. También está percudida del tono sangriento, en secciones más espesas. Sin embargo, quien le viera, pensará que está percudida por cualquier otra sustancia. Nuestro viajero del letargo está seguro, en su madriguera.
Hay belleza en su rostro. Pareciera ser un niño, y de no ser por los 3 años físicos, y los 40 años psicológicos, podríamos asumirlo como tal. No pasa los 20, y ya es todo un anciano, respirando de cerca el aliento de la muerte.
Los labios se tuercen en una mueca imbécil, babeante, con las comisuras entre la sonrisa pura y el llanto trágico. A veces se le escapará una risa. Otras, una lágrima.
La nariz está rodeada por costras de mocos y coágulos, y constantemente se oculta tras la estopa. Algunas llagas se duelen con el contacto, pero su cerebro, muy distante, no lo registra.
Sus ojos, entre cerrados y abiertos, no miran a ningún lugar. Son amarillentos, como los de un depredador. Perdieron el brillar del jóven, y la pálida luz de la vista humana. Están secos, salvo ser invadidos de cuando en cuando con la solución salina del llorar. Todo es silencio, sin forma, ni tamaño. A pesar del aullar de los autos, de los gritos, y del metro, que por arriba, transporta a miles de ciudadanos. Todo es silencio, y está solo.

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