jueves, 7 de abril de 2011

Prestidigitador

Se cuenta que en las calles de la Ciudad Extravagante, hubo, tiempo ha, un hombre de grandes barbas y bigotes. Se presentaba, sin dar nombre alguno, reseña o seudónimo, en completo silencio. Y su elocuente discurso, sin atisbo de ironía, no le valió un nombre. El asombro de su acto sí.
El Prestidigitador le denominaron a este ser de ficción, semejante a un merolico, a un profeta o a un barón. Su andar era tieso y sus formas mecánicas, aunque nunca se supo si era en realidad un retrógrada o un libertador.
Hablaba con las manos, y los pies, y los ojos. Encantando, y en realidad sus palabras nunca importaron. Desaparecía de los niños sus caramelos y juguetes. De los jóvenes sus libros, de los adultos la paciencia. Siempre tan anciano como niño, el Prestidigitador se hizo de un título, un nombre y una serie de acólitos y acompañantes. Había algunos que intentaron sus actos, y sus manos, lentas y torpes, solamente lograron demostrar los demonios del showman.
Se decía que él tomaba a las niñas más asombradas del público, y con sus manos, despojaba de ellas mucho que sin notar, le entregaban. Ciegos eran los del pueblo, y jamás se permitieron las miradas. Así, extendió lento y silencioso, su reino y maña.
El Prestidigitador fue un día echado de la Ciudad Extravagante, por ser ordinario y sencillo, pretendiendo lo inmortal y sublime. Volvió, canado y con hambre, pero siendo el mismo charlatán que intentaba robar las carteras y las bolsas traseras de los caminantes y curiosos. Pronto volvería a comer, carne y vegetales.

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