miércoles, 13 de abril de 2011

La balada del Dragón Digital

Cada mañana solía despertar el pueblo sumido en un malestar. Temían de sus casas, sus perros y gatos, sus autos, sus libros, su fe y su trabajo. Pues hicieron suya la triste ambición de hacerle a su monstruo una triste canción. La tarde elevaba y el ser no llegaba, de pies a cabeza la gente temblaba.
Llegaba a ser ya las seis de la tarde y los hombres creían y hacían alarde de haber alejado por fin al demonio de sangre dormido, por siempre, sin techo ni cama, tan solo lejano como una montaña.
Entonces sonaba su trágico paso, terrible, gigante, haciéndo del pobre poblado una mancha tan solo con ver las gigantescas formas del terrible ser.
La Mano Gigante, Dragón Digital, infinita y gallarda, callada y letal, pasaba y sus manos todo lo llevaron. Sus casas, sus autos, sus perros, sus gatos.
La piel era hecha cual fortaleza invisible, tan hecha de engaño, de sangre temible. Sus uñas, tan pulcras, coromadas cual tumbas tomaron lo suyo, lo mío y lo tuyo.
La noche marcaba el final temeroso del dragón digital que no tenía reposo. Robaba y robaba, muy lento, imponente, dejando su huella vital y frecuente. Lo azul y lo guinda, lo gris y dorado la Mano Gigante lo había robado. San Carlos se aprecia de su forma inaudita, la nunca cantada, la sombra perdida.

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