domingo, 17 de abril de 2011

Los Campos de Matusalén

Hay en la Ciudad Extravagante la invisible creencia de que, en el centro del bosque, al otro lado del muro, existe una comunidad silenciosa y eterna. Sus sombras, a veces, acosan a los viajeron, siempre en tránsito, que buscan escapar o entrar en la realidad que plantea la infinitud citadina.
Dicen que son hombres sabios, que esperaron el tiempo adecuado para migrar de sus casas, mansiones, departamentos. En silencio, como vivieron en vida, se dirigieron a la frontera sur de la Ciudad, donde el día es fresco y la noche, helada. Sus pasos fueron livianos, veloces, imperceptibles a la gente. Solamente su madre y su padre, su hermano y su hermana, legal, de sangre o de facto, se percató de la ausencia. Se hicieron como fantasmas, cuando la muerte no había secado sus venas. Se fueron como sombras, a la luz del sol o en las tinieblas de la luna.
Se dice que partieron porque buscaban ser eternos. Pensaron que el esconderse de ella les serviría, pues no hay como la quietud y la belleza para despistar a la guadaña. Que el olor de las flores y los pinos, el rumor de las hojas, el canto de las aves ocultarían su rastro. Por eso se alejaron, viejos y jóvenes, por el miedo y el amor. Así pensaron hacerse invisibles.
Por eso se cree que en el claro más recóndito fundaron los Campos de Matusalén. Que únicamente es posible acceder cuando se está maduro, casi podrido, y no puede haber esperanza o fe en un gramo de su espíritu. Cuando la sabiduría o inteligencia les permite encontrar la puerta, y que de la inmortalidad, no hay vuelta atrás.
Es por eso que, algunos de los que todavía viven en la Ciudad Extravagante, no recuerdan a sus muertos. Solo esperan el tiempo para ser inmortales, allá, en donde la muerte jamás los alcanzará. Donde nadie escucha los llantos, y el sonido de la rama es tan invisible como el sollozo en el mausoléo.

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