jueves, 10 de marzo de 2011

Sobre el Infierno I

El primero en pasar al frente fué un hombre moreno. Su piel estaba curtida, dura, y pareció más un vivo que un muerto. Por el momento. La boca, seca, entreabierta, claramente hambrienta y sedienta, quizás con un ánimo inmenso de hablar. Parece ser la imagen viva de la futura tragedia, como la fotografía de un infante con cerillos en una mano y gasolina en la otra.
Ojos de chacal, mirando fijos, asesinos, sin temor. Nada hay de bueno, ni de sagrado, en la vista mortal del primer viajante. Como demonio mismo, como despojo de una realidad que antes fue vida, el viajante estiró sus brazos, largos, ´mecánicos. Las manos terminaban es simiescos remedos, poderosos y enérgicos, que tronaban sus dedos en un crujir semejante al de un engranaje muy oxidado.
-Padre mío, yo viajé al infierno, cuando el sol habíase ocultado tras las montañas de occidente. Los fuegos se comenzaron a prender, uno tras otro, y mis pasos jamás llegaron tan cerca, puesto que las sombras fueron quienes buscaron mi solitaria figura, y no yo, que pretendía hallar saber entre sus labios.
Esperé estático, de pié, y ni el frío ni el ruido movieron mis pasos. Los demonios parecieron familiares, cuando escuché su arrastrar fatal en rededor mío. Supuse que me harían daño, si lo permitiere, pero ellos conocían mi disposición a la batalla. Así que se dedicaron a escudriñar mi extraña prescencia, que, pese a esto, era demasiado mimetizada con el derredor, cada vez más misterioso, profundo, terrible...
Los demonios fueron sometidos. El sudor, el narcótico y la muerte fué el santo y seña. Así, en su compañía, recorrí los más profundos abismos del averno. Como unica armadura, mi confianza. Y los ojos, como espada.
Los demonios me mostraron sus moradas. Ciudades perdidas, olvidadas, que a la luz del día fueron ruinas y siluetas Flotaba en el aire el marchito olor de la podredumbre, y el viento se empeñaba en su más gélida faceta. Los lamentos se mezclaban con las risas, y alguna que otra monótona melodía, si así se le llamase a la música que sonaba discreta, por entre la desolada escena.
Escuché que se jactaban de la muerte, que habíase hecha una con mis secuaces. Yo mismo les conté de mis hazañas, extrañamente libre, vago y enfermo. Recordé las imágenes de decapitados y muertos, y el infierno tuvo de pronto nombre, fecha y encabezado.
Hablaron de sus actos carnales, obligados y funestos, y de los bastardos y egendros podridos que saldrían de su simiente. Me dolió, y al intentar salir del poblado sin nombre, uno de ellos intentó despojarme de alguna cosa. Solo tenía mis ojos y mi confianza. Ambos desaparecieron con su mordida  punzocortante. Ahora estoy aquí, Padre, y te he relatado lo que mis ojos vieron, y que el antiguo Dante nunca vió, ni con su guía, ni con su pluma.-

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