domingo, 20 de marzo de 2011

El escritor ciego

Se escucha en la oscuridad el rasgueo de una pluma. O un tecleo. O cualquier otro síntoma de deseo gramático. Su figura, enjuta, seca, imponente, como estatua de antaño, reposa sentada sobre un banquito. En rededor suyo, todo son sombras y silencio. Sus ojos, muertos, son el manto azabache que inunda su realidad entera.
Se escucha en la  oscuridad el suspiro de un soñador. O de angustia interna. O cualquier otro síntoma de presencia existencial. Su alma es un torrente, infatigable, eterno, como el Río de Fuego, y su luz pareciera tan desafiante como la oscuridad que la vista le ha otorgado como guía.
El escritor piensa, y su pensamiento es el paisaje, el sol y la vida que requiere. Sus fantasmas son solitarios, invisibles y rosados, plagados todos de la fuerza sobrehumana del anhelo, de la esperanza, y por sobre todo, de la victoria.
Su caligrafía está hecha por la necesidad de la lucha. Ha recurrido a pensar en el ocaso y en crearlo. No lo es posible copiar la imagen, así que ha hecho del papel un ventanal interminable.
Ahora mismo, escribe su epitafio. Ha perdido la noción del tiempo y del espacio, y no se percata de la frescura de su rostro. Siempre creyó que lo suyo era suyo, sólamente, y que la soledad era la cuna de su saber. Al poner punto final, inhala. Una cascada de aplausos vitoréa su trabajo. Comprende, entonces, que a pesar de ser un escritor por amor, inflamó a otros corazónes. El Escritor Ciego, entonces, recuperó la vista.

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