domingo, 1 de mayo de 2011

La Casa Verde.

La primera impresión que tuve, al mirarle lejos, es que no era la misma casa. Estaba el patio, plagado de girasoles y rosas, la fuente del delfín, la puerta café. La fachada es idéntica a como la recordaba, quizás menos color pero la misma vida. Era bella, pero no era la misma. Venía de un mundo distinto al mundo de los sueños.
Miré por sus ventanas entreabiertas. Los muebles estaban radiantes de abandono. Los habían movido. Era un gran misterio el interior de la Casa Verde para mí, que solamente podía soñar con sus pisos alabastrinos, con su dormitorio rosado, con el ardiente fuego en su cocina. Verle tan cambiado y ajeno me dió la sensación de que algo mío, que creí, habitaba en el fondo de mi alma, estaba muerto. Estaba tranquilo, pero vulnerado.
Así, cuando sabía que cada vez que viera el portón de la casa, quisiera llamar al interior, decidí alejarme. Con un dolor muy discreto, que recorría mi espalda entera.
Solamente en sueños, cuando volví a verla, entendí que era la misma. Que todo era nuevo, mágico y perenne, y que no habría poder humano que lo cambiara. Y esto lo comprendí a la mañana siguiente.

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