jueves, 23 de junio de 2011

La Roca Invencible

Hacía tiempo que los filósofos de la Ciudad Extravagante se empeñaron en la ardua y utilísima tarea de desmembrar al Dios Barbado que tanta luz había arrojado, desde tiempos inmemoriales, a la cuenca infinita donde el hombre era Hombre. Como un pequeño colectivo, aventaron excrementos y maderos a los templos no-paganos, que eran todos. Llenaron de terror las enormes almenas de las abadías y conventos, y de mal gusto las bellísimas construcciones que de todo tiempo se impregnaron. Los ángeles y potencias, impávidos sonrieron frente a los rostros libertarios y sanguinarios de los filósofos, quienes se dieron cuenta pronto que sus acciones y palabras eran débiles, contra un enemigo que ni siquiera estaba conciente de serlo. Si era conciente. Si vivía para ello.
Por cuarenta días y cuarenta noches se reunieron los filósofos de la Ciudad Extravagante, con sus barbas largas y rostros afligidos. El más viejo, que vivía porque no encontraba motivos para morirse, hablaba en una lengua tan antigua que ninguno entendió con claridad. Grandísimo problema, si se trataba en este caso de la voz que presidía el concilio.
Así, tras la cuarentena, los filósofos de la Ciudad Extravagante decidieron ir cada quien a predicar lo que quisiera, o hubiera entendido. De igual manera, los ciudadanos los tomaron por locos y embusteros, que posiblemente así eran, pero sin comprender a ciencia cierta por que lo decían.
El más joven de ellos, poblado de bigotes, había permanecido en silencio, ciego y casi tan amortajado como el más viejo de los filósofos. Se puso de pié, y caminó hasta el Pico Simismo, más alto que cualquier sombra en la Ciudad.
"Aquí tengo esta roca" gritó, mirando a los cielos. Acudió el Dios Barbado, siempre en forma de tormenta.
"Jamás podrías hacerla tan fuerte que ni tú pudieras romperla" dijo el joven filósofo, y la lanzó, en dirección a las estrellas.
El Dios Barbado pronto entendió que había caído en una trampa, y soltó un suspiro tan grande que por un momento, la Ciudad Extravagante creyó que en realidad había muerto.
Desapareció la tormenta. Con ella, desaparecieron todas las rocas en la faz del universo.
Cayó de rodillas el filósofo en el universo ya sin serlo. "Milagro" susurró.
Los filósofos, el Dios Barbado y la Ciudad entera, entonces, comenzaron a reír, satisfechos.